Tras varias horas de caminar, tenía los hombros destrozados y los pies muy doloridos. Entonces decidí parar en la siguiente cala para descansar un poco el cuerpo, comer algo, y refrescarme. Era Cala Tarida. No estuve en la propia cala de arena y gente, sino en una esquina oculta de la misma, donde nuevamente se encontraban varias cabañas de pescadores, cada una con su embarcadero. Una de estas chozas de cemento tenía una terracita perfecta con mesa incluida.
La tonalidad tan azul del mar seguía sorprendiéndome. Metí los pies en el agua, y el gozo superó al que sentí al quitarme las botas y los calcetines. Luego llegó el turno de sumergir mi cabeza y después de refrescarme los hombros.
Me comí una manzana y apreté el gatillo de mi cámara varias veces, admirando la belleza del rincón, que por el tiempo que estuve ahí, fue solo mió. No apareció ni una persona y lo agradecí, ya que el sonido del agua era lo único que necesitaba escuchar.
Disfruté una hora de ese lugar de ensueño, y me puse en camino a Sant Antoni, renovado y con fuerzas y ganas para seguir caminando. La meta se encontraba a mi alcance y antes de lo que había supuesto.
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